El desempleo en Colombia supera el 14.2%, en el caso del paro juvenil esa cifra se eleva al 20%, es más, en el caso de jóvenes de edades comprendidas entre los 16 y 18 años ese porcentaje es mucho más elevado. Si se tiene en cuenta que se considera un trabajo estable aquel que desempeñan por las calles de nuestras ciudades los vendedores de baratijas, especias, frutas, sexo, etc., etc. - entonces nos encontramos no con datos estadísticos, sino con la constatación de una catástrofe que el Estado oculta haciéndonos creer que el subempleo es un trabajo digno. Pero –y aquí está la sorpresa– no estoy hablando de porcentajes de 2011, sino de un problema larvado desde el siglo pasado.
Lo que está poniendo de manifiesto esta realidad, entre nuestro pasado y nuestro presente, es su desoladora gravedad: cada vez que el mundo desarrollado avanza o se ve sumido en una grave crisis económica, Colombia, en lo que al ciudadano se refiere, no retrocede unos pocos años sino que vuelve al punto de partida, es decir, de donde nunca hemos salido jamás porque las estadísticas, manipuladas por los gobiernos de turno, siempre mienten. Es como si el país entero estuviera atrapado dentro de una infernal máquina del tiempo que no nos deja abandonar el pasado, nos condena a la supervivencia en el presente, y no nos deja avizorar el futuro con esperanza.
En este círculo vicioso dentro del cual no hacemos otra cosa que caminar en círculos, como Dante en el infierno, se imponen espurios intereses económicos sobre cualquier otra consideración y nos lo presentan como la panacea que nos ha de salvar de la miseria, sin percatarnos de que de la miseria no se sale mientras no haya justicia social. La sociedad colombiana, al parecer, no tiene memoria. No cae en cuenta de que lo que nos ofrecen, ya lo hemos vivido y que, como Prometeo, no paramos de subir y bajar la cuesta con nuestra carga de desesperanza al hombro, empezando siempre desde cero.
Este hecho me hace recordar con dolor al ángel vengador creado por los hermanos Coen que, implacable, acorralaba a sus víctimas y momentos antes de matarles les formulaba una pregunta: “Si la norma que has seguido te ha llevado hasta aquí, ¿de qué te ha servido?”.
Lo que termina por engrandecer o destruir a una nación no son los ciclos económicos que evolucionan al margen de lo humano y al vaivén de los intereses de los especuladores financieros, sino el buen funcionamiento de sus instituciones. Y, especialmente, de aquellas que tienen que ver con la Justicia social y el correcto funcionamiento del Estado de derecho
En nuestro caso, la “norma” es continuar en el pasado y la vamos a seguir también en el presente. Se limita a sanear las cuentas y a tratar de reactivar la economía independientemente de las penurias sociales y sus nefastas consecuencias, toda vez que ellas derivan a la desesperanza, hacia la criminalidad forzados por la necesidad. Cualquier otra reforma estructural que vaya más allá de lo estrictamente económico no tiene cabida en la cabeza de nuestros mono-sabios. Pero es un error. El progreso y la prosperidad futura no sólo van a depender de las reformas económicas, de la reforma del mercado laboral, del aumento de la competitividad, del saneamiento y la reestructuración del sector financiero, de la reducción de nuestra deuda pública y privada, sino que están ligada al buen o mal funcionamiento de la sociedad en su conjunto. Porque, en última instancia, lo que termina por engrandecer o destruir a una nación no son los ciclos económicos que evolucionan al margen de lo humano, sino al buen funcionamiento del Estado de derecho y, especialmente, de todo aquello que norma y regla la Justicia social y el Estado de derecho.
Si algo se está poniendo en peligro es el Estado de derecho en nuestro país- Además de las deficiencias ya conocidas de nuestro sistema político, económico y social, es la enorme corrupción que hemos desarrollado en estos últimos 50 años, desde la creación del pacto de Sitges y de Benidorm entre Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez, el 24 de Julio de 1956, para alternarse en el poder, cuyo coste, por si aún no nos hemos percatado, además de amoral y de pésima imagen internacional es fundamentalmente económico que ha lastrado y continua lastrando el desarrollo y el buen funcionamiento del país. Si fuera posible hacer un cálculo de lo que la corrupción representa en pérdidas económicas, tarea esta que se me antoja farragosa, seguramente el resultado sería una cifra colosal.
Para tener conciencia de la categoría del problema que nos consume y nos agobia, hay que entender que en Colombia la corrupción no sólo procede de una selecta minoría que hace y deshace a su antojo y que se reparte los negocios y el dinero público. Se trata de una enfermedad muy extendida que ha alcanzado todos los estamentos de la sociedad convirtiéndose en una verdadera plaga. Durante estos años, el país se ha desangrado en un torrente incontenible de “mordidas” cuyos montantes económicos son cada vez más disparatados. Y las prácticas corruptas han devenido en un ejercicio de puro y duro saqueo del erario público en el que están implicados políticos, lobbies empresariales, multinacionales, banqueros, concejales, sindicalistas, asociaciones “sin ánimo de lucro”, los cuerpos de seguridad del estado y grupos de personajes de todo tipo y pelaje que medran al lado, y sirviendo de mano ejecutora de quienes gobiernan. En consecuencia, la corrupción es el principal problema, muy por encima del movimiento subversivo y al cual el gobierno debe hacer frente con todos los medios que el Estado de derecho le otorga para erradicarlo. Es posiblemente, en mi concepto, este problema económico, el más grave que aqueja a los colombianos, especialmente a las nuevas generaciones de ciudadanos.
Por todo ello, si de verdad queremos salvar a Colombia del desastre económico y social, debemos, en primer término, contrarrestar el problema de la inseguridad jurídica, la parálisis crónica de los tribunales, la injerencia indebida y constante del poder político en la vida judicial, y particularmente, en determinadas sentencias que tienen que ver con la corrupción y los grupos paramilitares que han recibido un trato de excepción por parte del estado, consiguiendo con ello una justicia cojitranca que no le merece ningún respeto a la sociedad. Esta justicia a debe desaparecer del concierto nacional. Desde esta perspectiva, la primera y más urgente reforma de todas cuantas atañen directamente a la economía debería ser la de la Justicia como fundamento, sin el cual, el Estado de derecho y la democracia dejan de existir. Sin esta reforma fundamental, la prosperidad que tanto añoramos y que solo alcanzaremos, como dijera Sir Winston Churchill, “con sangre, sudor y lágrimas”, nunca estará a salvo: Y Colombia será por siempre el país del paro, de la violencia, del analfabetismo, de la condena a la supervivencia de las nuevas generaciones de ciudadanos y del riesgo de la quiebra económica. Un Estado fallido, tal como nos consideran internacionalmente algunas instituciones dedicadas al análisis de los países en vías de desarrollo, atrapado en la máquina del tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario