jueves, 23 de mayo de 2013

Yoerli Lasso: en busca de un cuerpo

Por Daniela Díaz Lozano



Yoerli Lasso
En Jamundí la tarde es soleada. Son aproximadamente las 4 de la tarde de un sábado. El sol no ha dejado de iluminar las calles, y el calor que emite está entre placentero e insoportable.  Las calles están llenas de ventas, de negocios que ofrecen jugos, cholados, ropa, electrodomésticos;  en toda la entrada a Jamundí han inaugurado un Super Inter, está totalmente lleno. Las mujeres van vestidas con ropas ligeras, shorts y blusas cortas cubren los cuerpos que apenas sudan, el mío desearía vestir así en ese momento. Las gotas de sudor recorren mi frente, y bajan hasta donde empieza el cuello, cada cierto tiempo paso mi mano por mi rostro para quitar el sudor, me recojo el cabello e intento que la poca brisa que pasa, refresque mi nuca.

Llego al parque donde las busetas se detienen, me siento en una banca, está hirviendo. Llamo a Yoerli, me contesta con la voz femenina que me hace dudar siempre, -aló- dice una voz al otro lado de la línea, esa voz que pareciese pertenecer a una mujer con un tono grave, o a un muchacho que está en plena pubertad.

-Yoerli, habla con Daniela, ya llegué a Jamundí- digo con el calor aferrado a mi garganta, como si me faltase el aliento. Yoerli cambia su voz, se vuelve repentinamente más gruesa y cortante, -le doy la dirección y se viene en taxi, ¿o qué?-  Alcanzo a escuchar las voces de una mujer y un niño que al parecer están en la casa con ella.

Yoerli vive en el barrio Belalcázar II de Jamundí, un barrio cercano a la Galería, lleno de niños jugando con balones en las calles. Las casas están tan unidas, tan juntas. El taxi se detiene en una casa sin fachada, el cemento del que está construida la casa está roído, el tiempo quizás (o muy seguramente) ha hecho de las suyas. Abro la reja y la puerta está abierta, un niño está en la entrada y le sonrío, -hola-, me dice, mientras rebota un balón de fútbol desinflado que lleva en sus manos.

Le devuelvo el saludo, y saludo fuerte para cualquiera que pueda oírme dentro de la casa, otra vez con el calor aferrado, ya no sólo a mi garganta, a todo mi cuerpo. Me siento tonta, quizás por haber saludo a “nadie”, en vez de llamar, en ese momento las ideas, las preguntas, y el pantalón me empiezan a estorbar. Empiezo a imaginar cómo será la conversación, qué me dirá, cómo lo voy a escribir, y al mismo tiempo se mezclan esos pensamientos con otros como una piscina, un río, algo más ligero.

Alguien contesta mi saludo, Yoerli viene desde el fondo del único pasillo que tiene la casa, lleva una blusa de tiras negra, una minifalda abana, y unas sandalias. Su caminar es confiado, mueve sus caderas de un lado a otro, con una postura que me hace recordar que debo dejar de pararme mal. Se acerca a mí y de pronto veo que se operó las tetas y la nariz, tal como me lo había dicho en un encuentro anterior. Le quedaron bien, pienso, y le doy un beso en la mejilla, me invita a pasar y están sus padres, sus dos hermanas y sus dos hermanos en la sala. Los saludo.

Yoerli me conduce al fondo del pasillo, desde donde la había visto salir. Es su cuarto: las paredes están pintadas de rosa pastel, una de ellas está decorada con cajas de perfumes, posters de Madonna, y cometas de colores. Recostado en la pared tiene un mueble, toda la parte superior está cubierta de peluches, maquillaje, anillo, pulseras, lo que muchos y muchas denominan “maricaditas”.

Me invita a sentarme en su cama y está tendida con sábanas que me recuerdan a las mías, me acuerdo que me avergonzaba cuando tendían mi cama con sábanas infantiles, y ver unas similares puestas sobre la cama de Yoerli, me hace pensar que para ella, tal vez, son más que sábanas.

Yoerli se sienta y cruza la pierna izquierda sobre la derecha, se acomoda la trenza que recoge su cabello (es de un tono violeta, o rojo oscuro, no sé bien), y sonríe en silencio mientras yo organizo mi mochila, que al final decido poner en el piso.
Yoerli ha vivido toda su vida en Jamundí, en esa casa. Tiene dos hermanas y dos hermanos, sus hermanas son menores y ella es la de la mitad de sus dos hermanos; vive también con sus sobrinos, su papá y su madre.

“Eso de uno serlo, eso uno lo es toda la vida, a mí se me notó siempre. En la escuela tuve problemas por eso, fui buena estudiante en la escuela pero siempre hubo problemas de indisciplina porque  no me la dejaba montar de nadie, porque peleaba mucho y porque no soportaba que me dijeran que yo era eso”- dice Yoerli con firmeza, sin tapujos-. Ella no soportaba que le dijeran “marica”.

Cuenta que cuando ella estaba en la escuela, se usaba la palabra “voltiado” que era igual de denigrante de “marica” ahora; aunque bien, en el gremio (como ella denomina a su círculo social), utilizan la esa palabra, pero lo hacen porque se tiene la confianza, no se permite que venga otra persona a llamarlas así.

Y yo denominando las  “maricaditas”: maricaditas. Entonces desde una edad temprana se le “notó”, ¿cómo se “nota” que un niño no es niño, sino que es “voltiado”?  Yoerli habla de manerismos, mientras menciona la palabra, mueve sus manos, coge su trenza, cruza y descruza las piernas, ¿serán esos?

Mis hermanos que eran los que se veían así, digámoslo así, simbolizaban el machismo para mí y entonces ellos siempre fueron… eran los que decían: que no camine así, que no hable así, que no juegue con esto que no juegue con lo otro, que no ande con niñas que usted tiene que andar con hombres, pero si uno andaba con hombres también era malo.

Yoerli ríe a carcajadas, de pronto la conversación se ve envuelta en cierta confianza que no había sentido antes, las posturas corporales de ambas empiezan a cambiar, ya la formalidad de tener las piernas cruzadas se deja a un lado, y yo siento ganas de reír también; el calor deja de ser importante, y siento como si fuese un punto de inflexión en la conversación aquella primera carcajada.

-Digamos, uno aprende como a despegarse del rol de: el él, porque digámoslo así, en el mundo gay u homosexual, como se diga, después de que vos tengás, digámoslo así, de que usted sea gay, bueno un hombre gay y que tenga como manerismos, digamos que sean afeminados ya usted deja de ser él para volverse “La”. Entonces ya si vos te llamabas Óscar ya vas a ser La Óscar, entonces uno empieza como a cambiar ese tipo de actitudes como , ay yo ya no tengo que fingir ser hombre ni nada de esas cosas, sino, que ya uno es como es-. La miro sorpresiva. Me gusta mucho lo que ha mencionado, un artículo femenino para volverse femenina.

Le digo entonces, -¿si vos te llamás Steven y sos travesti, sos La Steven?-, -sí, exacto, muchas prefieren usarlo así, porque imagináte vos llamándote Francisco y luego ser Mariana, y ya pareces una mujer y todo, y que en la calle te griten ¡Francisco! Uy no, ¡qué boleta! Por eso yo pasé de Yoergi a Yoerli, pa’ que no fuera tan extremo-.

Tiempo después veo unas fotos en el facebook de Yoerli, ha salido a Lulu, como me lo prometió ese día, lleva una blusa azul rey que muestra sus dos nuevas adquisiciones, y lleva su abdomen descubierto, se ha ensortijado el cabello. Se toma fotos con su mejor amigo y sus amigas, las travestis. En verdad le quedaron lindas, pienso. Como alguna vez pensé y lo sigo pensando, es hasta más mujer que yo. Como escribió en su libro El segundo sexo, Simone de Beauvoir: "no se nace mujer, se llega a serlo".




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