Aún recuerdo la primera vez que asistí al Festival Petronio Álvarez. Corría el mes de agosto del año 2007 y una amiga llevaba un par de meses hablándome de él al mismo tiempo que me insistía en que la acompañara al dichoso festival. Pronto llegó el día del evento, del que sinceramente no sabía qué esperar en lo más mínimo, porque no me gusta hacerme expectativas que posiblemente puedan resultar falsas o engañosas. Así, al llegar al Teatro al aire libre Los Cristales (primera sede del evento) fui testigo de una experiencia difícil de describir con palabras. Lo primero que sentí fue el olor a pescado frito mezclado con una esencia dulzona pero pesada que en el momento no lograba descifrar, pero que más tarde me enteré que provenía de las empanadas de camarón (las cuales no pude probar porque soy alérgico a los mariscos). Cuando toda mi atención estaba puesta sobre la comida que allí vendían, me percaté de los sonidos que llegaban a mis oídos: la marimba y los tambores jugueteaban rápidamente sobre la tarima alegrando a un centenar de personas que trataban de seguir el ritmo con sus aplausos. Cuando nos acomodamos dentro del público, compramos una caneca de viche por 5 mil pesos y nos dispusimos a disfrutar del espectáculo, bailando y cantando, que duró hasta alrededor de las once y media de la noche. La vestimenta de los anfitriones era muy parecida a la de los artistas que se subían a tocar a la tarima: las mujeres con sus polleras de colores llamativos y sus cabellos recogidos, y los hombres con camisas entreabiertas de colores claros, en perfecto contraste con la tez oscura de sus cuerpos. La combinación entre la gastronomía, la música, las artesanías y la gente hicieron de este lugar y ese momento, una verdadera galería cultural donde era posible caminar de puesto en puesto para degustar una muestra de comida con un currulao de fondo, mientras conversaba amablemente con la gente que se encargaba de recibir y atender a los asistentes, los anfitriones del pacífico.
Para nadie es un secreto la condición actual y las dimensiones del festival hoy día. Relato esta experiencia anterior porque hay una cuestión particular sobre la fiesta que me intriga y sé, que al igual que yo hay varios, que se preguntan lo mismo: ¿a qué se debe semejante cambio en tan poco tiempo?
Este año, inexplicablemente una grandísima cantidad de conocidos tenían planeado asistir y me invitaron cordialmente a que los acompañara. Como no podía acompañarlos a todos al mismo tiempo, decidí hacer algo parecido a lo que había hecho 4 años antes. Escogí una amiga y me fui con ella al evento, esperando reunirme con más gente en el lugar. Afortunadamente, antes de salir para allá estuvimos en un conversatorio realizado en la Universidad Icesi con algunos artistas que se presentaban este año en el Festival, y para mi sorpresa prácticamente todo el tiempo discutiendo sobre la misma temática: los artistas consideran que el Petronio ha cambiado en su estructura, ha perdido elementos primordiales de su esencia e incluso se ha degenerado a causa de esta masificación la cual, creen ellos, ha sido impulsada por las élites políticas para hacer del festival un circo más para la masa de votantes. Para que entiendan de lo que les hablo, voy a continuar con mi relato.
Llegamos al lugar aproximadamente a las 6 de la tarde del miércoles 24 de agosto de 2011, con nuestras maletas colgadas en la espalda como dos típicos universitarios caleños. Como las calles aledañas al Estadio Pascual Guerrero estaban cerradas con vallas de contención de la policía a causa del evento, el taxi nos dejó cerca de la Iglesia el Templete y tuvimos que caminar hacia el lugar. Mientras me acercaba iba entendiendo lo que decían los artistas en el conversatorio, los ríos de gente que se vertían en el estadio eran gigantescos, la fila para entrar me tomó casi una hora y mientras la hacía me repartieron aproximadamente unos 15 volantes de publicidad política que nunca miré ni siquiera de reojo, sino que a medida que me los iban entregando los iba botando a la basura. Cuando llegamos a la primera entrada, en las extenuantes requisas de la policía me hicieron deshacerme de mi lapicero, portaminas y resaltador, al igual que una cajetilla de cigarrillos y un encendedor; la multitud de asistentes parecía más cercana a lo que uno puede ver en un concierto de salsa o reggaetón en la Feria de Cali que a la experiencia de autenticidad cultural que habíamos vivido hace cuatro años en Los Cristales. Al cruzar la entrada el tumulto se hacía más evidente, los cientos de personas que estaban entrando en ese momento caminaban al mismo paso despacioso dirigiéndose hacia la fuente del sonido, al interior del estadio, donde se escuchaba una canción del pacífico que sonaba por los parlantes, pude identificar un bajo eléctrico armonizando detrás de las marimbas y los tambores, por lo cual me percaté de que la música no era en vivo, lo que quería decir que no había empezado el concurso musical todavía, algo de suerte para nosotros. Sin embargo, al entrar al estadio definitivamente el primer olor que sentí fue el de los baños públicos que quedan justo al lado de la puerta del lado occidental de la tribuna, la única entrada habilitada ese día para la audiencia. A medida que avanzaba me sorprendía cada vez más la cantidad de gente que veía en el lugar, y otra cantidad que estaba allí a causa de la primera: es decir, más de 500 policías custodiando cada rincón del estadio con la ayuda de otros 300 guardas cívicos que hacían lo mismo.
Lo primero que hice cuando entré fue contactar a un grupo de amigos que ya estaban adentro esperándonos, así que pasamos a los pasillos que están atrás de las tribunas para encontrarnos con que allí habían ubicado todos los puestos de licores artesanales, por lo cual decidimos comprar algo para empezar a aclimatarnos. Fue entonces cuando me llevé la ingrata sorpresa de que la caneca de viche costaba 12 mil pesos, y que inclusive a un amigo extranjero le habían cobrado ese día 15 mil pesos por la misma caneca. Después de regatear como buen colombiano, logramos que nos la vendieran en 10 mil pesos; sólo entonces nos dispusimos a acomodarnos en el público, ya que en contados minutos iba a empezar el festival y, con él, la música en vivo. Cuando por fin llegamos a la parte interior del estadio experimenté una mezcla de emociones. Por un lado, me sentí muy a gusto con la remodelación que le hicieron por motivo del mundial juvenil que recién se había jugado en Colombia. Ya que me considero un gran fanático del fútbol, no pude evitar sentir cierta satisfacción al saber que nuestra ciudad goza actualmente de un escenario tan hermoso y vanguardista para el deporte local, como es el nuevo Pascual Guerrero. Por otro lado, no podía dejar de pensar en las críticas que los conferencistas del pacífico habían hecho en uno de los pequeños auditorios de mi universidad a medida que mi experiencia en el Petronio se iba convirtiendo más en lo que había vivido en Rock al Parque en Bogotá: una multitud sofocante que se reúne para ver al ídolo hacer su magia. Con la diferencia importante de que aquí seguramente no más de un 2% de los asistentes sabían realmente el nombre del artista que tenían al frente.
Cuando nos acomodamos en la tribuna occidental nos encontramos con seis amigos que a pesar de tener dos canecas de viche casi acabadas, estaban sentados en las sillas como si estuvieran presenciando un partido de la primera B, o algo muy aburrido. Acto seguido les pregunté por qué estaban tan cabizbajos, y ellos me hicieron caer en cuenta de que el espacio en la tribuna era demasiado reducido como para que un grupo de 6 personas pudiera interactuar, ni siquiera bailar, cómodamente. Entonces me di cuenta de que la pista atlética estaba habilitada para el público y decidimos bajar allá a probar si era más cómodo, lo cual comprobamos cuando llegamos abajo. Apenas llegamos pudimos sentarnos en el suelo, formando un círculo en el cual podíamos comunicarnos fluidamente, cosa que era imposible en la tribuna debido al ruido y a la ubicación lineal en la que estábamos. Cuando estuvimos abajo, tuvimos la oportunidad de bailar un buen rato aproximadamente hasta las 11 de la noche, cuando dieron por terminado el primer día del XV Festival Petronio Álvarez, y de la misma forma nosotros dimos por terminado nuestro día al irnos a nuestras respectivos hogares para interiorizar y reflexionar sobre la experiencia que acabábamos de tener. Sin embargo, yo me sentía incompleto.
Por ningún lado había visto los puestos de comida y ni siquiera había sentido los olores de la cocina pacífica surcar la brisa que fluye en los alrededores del barrio San Fernando. Por eso, al otro día en la Universidad pregunté a cuanta persona había visto el día anterior, que si sabía de la existencia de la muestra gastronómica, a lo que todos me contestaron que efectivamente, la muestra gastronómica estaba ubicada en la parte de atrás de la tribuna norte del Estadio. El jueves fue imposible ir al Festival por cuestiones académicas, pero el viernes decidí ir porque no podía creer que el Petronio hubiera perdido esa capacidad de conmoverme estimulando cada uno de mis sentidos. Me negaba rotundamente a que fuera así.
Ese día llegué más tarde al estadio, aproximadamente a las 8 de la noche. Para mi asombro, no estaban permitiendo la entrada de más público al interior del Pascual, porque según ellos ya estaba copado. La historia del día anterior se había repetido, pero esta vez multiplicada por tres. Había tres veces más gente, y por tanto había tres veces menos espacio para caminar, tres veces mayor cantidad de policías y el triple de basura tirada en el piso. En la parte de atrás, donde estaban ubicados los puestos de comida, en la Plaza de Banderas habían ubicado un segundo escenario que también estaba totalmente repleto y al que tampoco estaban permitiendo la entrada por esa misma razón. Entonces nos ubicamos en un pequeño parque justo al lado del escenario, lleno de grandes árboles y en el cual hay una estación de policía que da la cara a la avenida quinta. Compramos de nuevo la consabida caneca de viche y nos sentamos a escuchar el distorsionado ruido mezclado de los dos escenarios, cosa que hacía poco placentero mi segundo día en el Festival. Cuando sentí un poco de hambre me dirigí hacia la zona de comidas, y que sorpresa me llevé cuando me pidieron 15 mil pesos por un plato de pescado frito. Precio que me quitó enseguida las ganas de estar allí. Volví al lugar donde estaban mis amigos, justo en el momento en que a unos 30 o 40 metros se formaba una pelea entre dos grupos de jóvenes, precisamente detrás de la estación de policía de la que salieron unos diez agentes a controlar la situación golpeando a diestra y siniestra a los implicados en la pelea. Afortunadamente no pasó a mayores y el evento continuó sin percances. Pero ya no había ninguna razón para quedarme en ese lugar. Haciendo un balance rápido, el viche costaba lo mismo que el aguardiente y te deja una resaca diez veces peor, la comida costaba más del doble que el año pasado y realmente la aglomeración de gente no era algo muy cómodo porque eso había evitado nuestra entrada al festival. Ahora estábamos sentados en un parque, tratando de adivinar qué era lo que estaba cantando la banda que tocaba en el escenario más cercano a nosotros a partir de un sonido por demás indefinible. Allí estuvimos hasta las 12 de la noche. En ese momento decidimos irnos para la Calle del Pecado a empezar una fiesta que creímos iba a comenzar con nuestra llegada al estadio, pero en lo cual nos equivocamos.
La Calle del pecado es una cuadra larga conformada en su mayoría por hoteles de 7 u 8 pisos que se llena de gente alrededor de los artistas que salen a tocar sus tambores después de que termina la “fiesta” en el Petronio Álvarez. Es una continuación de la fiesta, más no del festival. Es decir, no venden comida típica ni tiene relación formal con el evento, pero la gente que acude es en su mayoría gente que salió del estadio y quiere continuar su noche con un ambiente más o menos parecido. Había alrededor de mil personas (demasiadas para una sola cuadra) tomando, fumando, comiendo y bailando al ritmo de los tambores que imprimían la única alegría a la calle. Los olores más evidentes eran los de la comida callejera que allí se vendía, la cual no tenía nada que ver con el pacífico. Eran chuzos de res, chorizos y pinchos asados al carbón, cuyo aroma se mezclaba con el del cannabis que un gran número de personas estaban disfrutando en ese momento.
Mientras tomábamos viche en la Calle del pecado, me puse a pensar si habría alguna forma de responder mi interrogante y llegar a una conclusión. Tenía que recoger opiniones de varias personas y a partir de ahí construir mi propia conjetura. Estaba seguro de que no me sentía a gusto con el cambio, ya lo había experimentado en carne propia, pero mi objetivo era descifrar la razón por la cual el Festival había pasado de ser una muestra cultural bien organizada y auténtica, a un “monstruo” cultural casi que amorfo y muy desorganizado. Ya contaba con las opiniones de los maestros que las habían expuesto en un espacio académico, y las cuales resumían que el cambio estructural del Festival se debía a influencias políticas que habían descubierto en él un espacio perfecto para hacer campaña electoral. Era hora de recoger algunas opiniones en la calle acerca de lo que las personas habían vivido este año en el festival. Decidí preguntarle a varios conocidos que sabía que habían asistido a versiones anteriores. Mi pregunta fue bien clara: quería saber por qué ellos creían que el festival se había convertido en lo que es actualmente.
A pesar de que todas las respuestas eran claramente diferentes había algo particular en todas. De ahí saqué mis primeras conclusiones. El festival se había hecho gigantesco por sí solo. La misma experiencia maravillosa que yo había vivido hace 4 años, había atraído cada año más y más gente. De la misma forma, los propios anfitriones se dieron cuenta de que la sociedad caleña es un gran consumidor en potencia (cosa que explica la subida exponencial de los precios). Hecho que no fue ajeno a las élites políticas, las cuales se decidieron a impulsarlo como “un espacio para mostrar y compartir la cultura del pacífico”. Lo que vino después es en definitiva lo que el mercado le hace al arte: masificación mediante la mercadotecnia. Y con la masificación se pierde calidad, organización y autenticidad. Es el precio que debieron pagar los dueños del Festival (la comunidad afro-pacífica) por crear un evento grande que les permitiera sacar el mayor provecho económico a su cultura.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
Crónica de una suerte re-anunciada.
Por Luis Alejandro Espinosa García.
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