Profesor programa de Ciencia Política con énfasis en relaciones internacionales
Universidad Icesi - Cali
Junio 9, 2011.
(Ver en Portafolio.co)
Es necesario que el debate sobre el futuro de la gobernanza global trascienda.
El creciente peso económico y político de los países emergentes incrementa los costos de su no inclusión en la toma de decisiones mundiales e, igualmente, reduce el impacto potencial que sobre estos puedan producir incentivos políticos y económicos creados por las grandes potencias.
Más allá de la conmoción mediática en torno al dramático caso de Dominique Strauss-Kahn, ex director del Fondo Monetario Internacional (FMI), este episodio reaviva el debate sobre el peso de los países emergentes en las organizaciones internacionales y su papel en la gobernanza global. Incluso antes de la renuncia oficial de Strauss, el intenso cruce de exigencias y ajedrez político característicos de un nombramiento tan importante había comenzado.
Los Estados europeos recalcaron su aspiración de mantener el tradicional comando del FMI, ofreciendo la paupérrima justificación de que su liderazgo es necesario para manejar la actual crisis financiera del viejo continente. Por su parte, algunos países como China, Brasil e India declararon que ya era hora de que se nombrara un director proveniente de una potencia emergente.
Con ello, estos últimos han buscado reafirmar la necesidad de efectuar cambios estructurales a los foros de decisión globales. Tal es el caso también de los órganos especializados de las Naciones Unidas, que deben reflejar, a su modo de ver, la nueva distribución de poder mundial.
Las discusiones sobre la obsolescencia y la falta de representatividad de las organizaciones internacionales son de larga data.
Se argumenta que las reglas de juego (formales e informales) del sistema multilateral otorgan posiciones privilegiadas en los procesos decisorios a Estados Unidos y Europa, y que son particularmente anacrónicas en un mundo donde estos últimos han perdido peso frente a otras naciones con economías más dinámicas (como los Brics, por ejemplo).
El creciente peso económico y político de los países emergentes incrementa los costos de su no inclusión en la toma de decisiones mundiales e, igualmente, reduce el impacto potencial que sobre estos puedan producir incentivos políticos y económicos (positivos y negativos) creados por las grandes potencias para lograr el cumplimiento con las reglas de juego globales.
En consecuencia, un multilateralismo que no los incluya puede producir decisiones sub-óptimas o, peor aún, que no se puedan implementar.
Sin embargo, es necesario que el debate sobre el futuro de la gobernanza global y el papel que deben cumplir los nuevos poderes en ella trascienda las posiciones algo ‘trilladas’ que claman por una mayor representación del ‘sur global’ y las reacciones defensivas de los europeos y estadounidenses. He aquí algunos puntos igualmente relevantes que la discusión no debe pasar por alto.
Primero, es importante recordar que las posiciones de liderazgo en política mundial cuestan.
Si bien la arquitectura internacional actual refleja en gran medida los intereses y visiones de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, ni Estados Unidos ni Europa han preservado su grado de influencia en las instituciones multilaterales de forma gratuita.
Ambos han asumido los costos de mantenimiento de las estructuras de la gobernanza global que incluyen, por ejemplo, los costos humanos y económicos de la intervención militar y la ayuda económica multilaterales.
Si los países emergentes aspiran a tener un mayor peso en la política internacional, deben estar dispuestos a contribuir más y a asumir mayores responsabilidades.
Segundo, hablar de países emergentes o industrializados como si estos fueran un bloque homogéneo es francamente ilusorio.
En la práctica, en aspectos claves de la reforma de las organizaciones internacionales ha existido una gran dosis de tensión y discordia. Por ejemplo, el intento por parte de Brasil, India, Japón y Alemania de obtener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU fue frustrado por Argentina, Italia, Pakistán y China, entre otros.
Asimismo, varios esfuerzos brasileños de posicionar a sus diplomáticos en puestos importantes han venido fracasando por el rechazo de sus ‘aliados’ del vecindario. Es decir, las divergencias de intereses y rivalidades históricas que existen entre los países emergentes en ocasiones pesan más que su condición de ‘bloque’.
Por último, otorgar un papel más importante a las potencias emergentes en la gobernanza global no garantiza que esta sea necesariamente más incluyente y representativa. A pesar de sus esfuerzos por exhibirse como los voceros de regiones excluidas de la toma de decisiones globales, las nuevas potencias defienden sobre todo sus intereses nacionales y no los de sus semejantes.
La existencia de poderes mundiales provenientes de regiones ‘periféricas’ no cambia el hecho de que exista una asimetría en la distribución del poder mundial y que muchos países sean excluidos del proceso decisorio.
Es ingenuo, entonces, esperar que los Brics sean potencias con un comportamiento distinto a Estados Unidos o Europa, al menos en lo que respecta a la defensa de sus intereses nacionales.
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