La opinión pública es un concepto casi inasible para los académicos que han querido precisarlo. Elisabeth Noelle-Neumann en el capítulo cuarto ¿Qué es la opinión pública? de su libro La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social, -menciona los esfuerzos ingentes por dar con una definición satisfactoria de ésta. La autora cuenta que Harwood Childs, un profesor de Princeton, recogió cincuenta definiciones distintas en la literatura existente. Cita el caso de W. Phillips Davidson, quien en el principio de su artículo Public Opinion afirmaba:
“No hay definición generalmente aceptada de ‘opinión pública’. Sin embargo, el término se ha utilizado con frecuencia creciente […] Los esfuerzos por definir el término han llevado a expresiones de frustración tales como ‘la opinión pública no es nombre de ninguna cosa, sino una clasificación de un conjunto de cosas’” (NOELLE-NEUMANN, 1995).
Otros intelectuales, por su parte, han querido desechar el concepto, pero como lo comentaba Jürgen Habermas: “no sólo el uso coloquial […] se aferra a él, sino también los científicos y los investigadores, especialmente de derecho, política y sociología, que aparentemente no pueden reemplazar categorías tradicionales como la de ‘opinión pública’ por términos más precisos” (NOELLE-NEUMANN, 1995).
Para la autora, los esfuerzos por definir el concepto se han encausado a explorar diversas dimensiones del mismo en “estériles ejercicios académicos”. Por un lado, han investigado los contenidos de la opinión pública y los han caracterizado como temas de relevancia capital, es decir, han partido del supuesto de que son públicamente importantes. Por otro lado, han estudiado la pertenencia de la opinión pública, pensado que le es propia a los individuos “que quieren y pueden expresarse responsablemente sobre los asuntos de relevancia pública, ejerciendo así una misión crítica y control del gobierno en nombre de los gobernados” (NOELLE-NEUMANN, 1995). También han concebido la opinión pública como aquella que es accesible a todos especialmente a través de los medios de comunicación de masas. No obstante, Noelle-Neumann persiste en la búsqueda e identifica a la opinión pública con un sentido psicosociológico.
De acuerdo con la politóloga, en el hombre existe un temor al aislamiento y una inclinación a seguir -al menos públicamente- una idea u opinión que parece dominante. O dicho de otro modo: existe en él “una necesidad de consenso” (NOELLE-NEUMANN, 1995), que hace que se someta a la opinión ajena. También reconoce en él una capacidad de “percibir el crecimiento o debilitamiento de las opiniones públicas” (NOELLE-NEUMANN, 1995). Dentro de esta concepción antropológica se inscribe su versión de lo que es la opinión pública, según la cual se trata de una suerte de opinión comunitaria de lo que es correcto y bien visto en distintas esferas, por ejemplo, en la moral y en la política. Ahora bien, esta visión compromete dos espacios que la autora distingue como el interior del individuo y su exterior, donde se encuentra con la sociedad. Estos dos ámbitos no tienen el mismo valor, por así decirlo, ya que la sociedad tiene un poder de influencia mayor sobre el individuo, en tanto puede hacer que actúe conforme al ‘consenso’ por mediación del mecanismo de la opinión pública.
Noelle-Neumann cree que Michel de Montaigne fue quien acuñó por primera vez este término, en la edición de 1588 de sus ensayos, para justificar el hecho de que sus escritos estuvieran llenos de citas de otros autores: “En realidad, es la opinión pública la que me hace presentarme con todos estos adornos prestados” (NOELLE-NEUMANN, 1995). En otra ocasión, recuerda la autora, Montaigne usó el término al tratar “la cuestión de cómo podían cambiarse las costumbres y las ideas morales” (NOELLE-NEUMANN, 1995). La autora también ve en la obra del pensador francés una división ostensible entre la dimensión pública y privada de su vida: “El hombre sabio –cita la politóloga– debe retirar la mente internamente de la muchedumbre vulgar; pero, en asuntos externos, debe seguir estrictamente las modas y formas recibidas por la costumbre” (NOELLE-NEUMANN, 1995). La relación que se establece entre estas dos dimensiones, de acuerdo con Montaigne y por su puesto con Noelle-Neumann, se plantea en términos de dominación la una sobre la otra: “Ni una entre mil de nuestras acciones habituales nos concierne como individuos” (NOELLE-NEUMANN, 1995). No obstante, una interpretación más amplia de la relación entre el individuo y la sociedad podría sugerir que el sujeto es al fin de cuentas una construcción social. Esta interpretación más amplia corresponde a la del estructuralismo.
El estructuralismo, visto desde la perspectiva de Roland Barthes en El Sistema de la Moda y Otros Escritos, plantea al espacio fuera del hombre, la ‘estructura’, como un sistema exógeno con sus propias reglas que, desde su posición, condiciona los hechos humanos. La estructura es, entonces, una compleja red de relaciones autónoma y omnipresente que es más grande que la suma de sus partes, en la que los actores concretos son posteriores a las realidades estructurales. Los individuos, en consecuencia, encarnan la estructura como síntomas de la existencia de esta. El estructuralismo a ultranza niega la existencia del espacio interior e individual que señalaba Noelle-Neumann, dado que, como se indicaba anteriormente, resulta ser una construcción más de la estructura.
Vale la pena detenerse a mostrar que existe, a partir de la oposición entre la acción –o posibilidad de autonomía del individuo– y la estructura, tres vertientes de estructuralismo: el ya mencionado estructuralismo a ultranza, donde el actor social no es más que una marioneta de la estructura; aquel estructuralismo que propone que el individuo es capaz de configurar la estructura, dado que la acción social predomina sobre esta; y por último, un estructuralismo moderado, donde se reconoce la estructura, pero también la acción social.
En la visión de Noelle-Neumann, esta ‘conciencia social’, mal llamada opinión pública, actúa desde fuera del sujeto, como un “tribunal de justicia invisible” que condiciona las acciones del hombre. El estructuralismo a ultranza sostiene que la conciencia social corresponde a la conciencia misma del humano. Dicho esto, considero apropiado introducir los conceptos de Habitus y Violencia simbólica, acuñado por el pensador francés Pierre Bourdieu, dado que nos ayudará a comprender mejor la relación establecida entre sujeto y sociedad. Bourdieu –aun cuando pretende superar la dicotomía del objetivismo estructural y el subjetivismo- reconoce que las estructuras o categorías mentales (entiéndase, en este caso, ‘conciencia social’) se integran a la conciencia del sujeto. Esta integración se da en la forma de Habitus, un conjunto de huellas sociales que han sido adquiridas por el individuo como resultado de ciertos saberes y experiencias. En el libro Introducción elemental a la obra de Pierre Bourdieu de Álvaro Moreno y José Ramírez, se afirma que estas características propias del Habitus “se interiorizan e incorporan de tal manera que no son disociables del ser individual” (MORENO y RAMÍREZ, 2003). Así, conforme esta teoría, “todo agente es socialmente programado para ejercer una serie de funciones o roles, dentro de un espacio social” (MORENO y RAMÍREZ, 2003).
La integración de estructuras mentales a la conciencia del individuo puede lograrse a través de lo que Bourdieu llama como violencia simbólica. Este tipo de violencia comporta la función “de hacer inteligible ciertas formas de dominación” (MORENO y RAMÍREZ, 2003). Con la violencia simbólica se imponen y posteriormente se naturalizan “categorías de percepción, de apreciación y valoración” (BOURDIEU,1994). En suma, la ‘conciencia consensuada’ no es exterior al sujeto, sino que le integra y le determina. Otra conclusión derivada de estas premisas es que la acepción dada por Noelle-Neumann a la opinión pública quizá no sea la más apropiada.
Para encontrar un significado más preciso de opinión pública remitámonos al capítulo La opinión pública no existe del libro de Pierre Bourdieu Sociología y Cultura. En ese texto el autor plantea que la opinión pública no es la que se manifiesta a través de las encuestas de opinión ni las elecciones, en tanto sus dinámicas parten de tres supuestos: Primero, que “cualquier encuesta supone que todo el mundo puede tener una opinión” (BOURDIEU,1994) o dicho de otra forma, que todos tienen la capacidad de producir una opinión. Segundo, que todas las opiniones tienen el mismo valor. La suma de ellas, concluye Bourdieu, conduce a la producción de “artefactos que no tienen sentido” (BOURDIEU,1994). Tercero, que hay un consenso en las preguntas que merecen ser formuladas en un cuestionario, lo que es igual a que hay un consenso en las problemáticas que deben plantearse.
Bourdieu piensa que los ejes temáticos que se imponen, y en torno a los cuales giran los cuestionarios, “están profundamente relacionad(os) con la coyuntura y dominad(os) por determinado tipo de demanda social” (BOURDIEU,1994). Esto implica que existe una subordinación de las problemáticas de las encuestas a intereses políticos, y que “ello determina con fuerza a la vez el significado de las respuestas y el que se atribuye a la publicación de resultados” (BOURDIEU,1994). Significa entonces que, para el autor, los sondeos de opinión son mecanismos que buscan dar el efecto de consenso. Con este propósito entran en juego algunas operaciones como la de ignorar las no-respuestas. Eliminar las no-respuestas tiene una implicación importante en el momento de analizar “lo que significa la pregunta así como sobre la categoría considerada” (BOURDIEU,1994), dado que cuanto más tensiones le genere una pregunta “más frecuentes serán las no respuestas dentro de esa categoría” (BOURDIEU,1994) de encuestados.
Uno de los imperativos, opina Bourdieu, en el momento de estudiar una encuesta es “preguntarse a qué pregunta creyeron contestar las diferentes categorías de personas encuestadas” (BOURDIEU,1994), teniendo en cuenta que no hay pregunta que no sea susceptible de ser reinterpretada conforme los intereses de las personas a quienes se les hace. Para algunos, por ejemplo, un problema puede ser de índole política, mientras que para otros puede ser de tipo moral. Esta variación en la percepción de un problema depende de la competencia política, del estrato social, del grado de escolaridad, del ethos de clase… Esto desde luego genera respuestas de género distinto, por lo cual la suma arbitraria de estas dentro de un artefacto como la encuesta constituye un absurdo. El autor identifica, de acuerdo con lo anterior, como defectos de las encuestas el hecho de que las preguntas que se formulan no son las que se hacen las personas de manera natural, asimismo, no se interpretan las repuestas “en función de la problemática en relación con la cual han respondido las diferentes categorías de encuestados” (BOURDIEU,1994).
Bourdieu cree que las encuestas de opinión son incapaces de captar “los movimientos de la opinión” (BOURDIEU,1994), debido a que los aprehenden en situaciones artificiales. El sondeo insta a que el sujeto exprese de manera aislada su opinión. Por el contrario, Bourdieu arguye que los individuos se encuentran ante opiniones que ya han sido formuladas por ciertos grupos, de modo que tomar una opción equivale a elegir a uno de ellos. En resumidas cuentas, para el autor “las opiniones son fuerzas y las relaciones de opiniones son conflictos de fuerza entre grupos” (BOURDIEU,1994).
Si la opinión pública no es el producto de una encuesta, ni mucho menos un tribunal de justicia como lo define sin fortuna Noelle-Neumann, ¿entonces qué es? La opinión pública es, a mi juicio, un discurso de legitimación de un orden social y de unas relaciones de dominación. La teoría de Bourdieu acerca de la legitimación respalda esta premisa. El sociólogo aduce que “cualquier ejercicio de fuerza viene acompañado por un discurso que está dirigido a legitimar la fuerza de aquel que la ejerce” (BOURDIEU,1994). En otras palabras, la opinión pública es el recurso mediante el cual se da la idea de que existe un consenso. Por medio de él se puede “legitimar una política y reforzar las relaciones de fuerza que la fundan o la hacen posible” (MORENO y RAMÍREZ, 2003). En Introducción elemental a la obra de Pierre Bourdieu la legitimidad es “el proceso por el cual un dominante –que a su vez hace el objeto– comunica –de la parte de los dominados– un reconocimiento en el doble sentido del término: de una parte, su poder es reconocido, es decir, admitido, aceptado y justificado. De otra parte, los dominados también son reconocidos por la dominación misma en cuanto a sus contribuciones en la relación” (MORENO y RAMÍREZ, 2003).
Adicionalmente, en la relación de dominación es necesario que cada quien crea que ocupa el lugar que le corresponde, y que “los ocupantes de las posiciones dominantes (sean) considerados como servidores de intereses generales” (MORENO y RAMÍREZ, 2003). Aquí es donde la opinión pública se desempeña como un discurso de legitimación del orden social y de las relaciones de dominación, al dar la ilusión de que un sujeto o una política cuenta con el respaldo de las mayorías. Esta dominación se manifiesta en el plano simbólico y no es necesariamente explícita, en tanto puede disimularse hasta hacerse imperceptible o hasta volverse aceptable y deseable.
Por un discurso de legitimación efectivo debe circular “un conjunto de representaciones, religiosas, míticas, políticas y demás, relativas a la realidad –sociedad, naturaleza, universo, etc.– que comparten tanto dominantes como dominados” (MORENO y RAMÍREZ, 2003). Paradójicamente el texto de Noelle-Neumann da un ejemplo que puede ilustrar cómo esa constelación de representaciones comunes es el principal mecanismo para la legitimación del poder. La autora hace mención de El Príncipe (1514), donde Maquiavelo plantea que son pocos los que se ven directamente afectados por un gobierno. Sin embargo,
“todos lo ven, y todo depende de que parezca, a ojos de quien lo ve, poderoso y virtuoso. ‘Al vulgo le guían las apariencias’. ‘No es, pues, necesario que el príncipe tenga todas cualidades deseables [misericordia, fidelidad, humanidad, sinceridad, religiosidad, etc.], pero sí mucho que pareciera tenerlas’” (NOELLE-NEUMANN, 1995).
Son esas ‘cualidades deseables’, que son comunes en el ideario de la relación de dominación, las que terminan integrándose al discurso de legitimación. Por tanto, en una sociedad como en la que vivía Maquiavelo, un gobierno debía justificar sus acciones políticas a través de discurso de moralidad y religiosidad. Paralelamente, en una sociedad occidental como la nuestra, dichas acciones deben estar enmarcadas y legitimadas por un discurso democrático e institucional, el cual puede ser artificialmente forjado por medio de encuestas, además de otras fuentes posibles de aquello llamado opinión pública (la academia, los medios de comunicación, las movilizaciones sociales, etc.). Esto nos lleva a pensar que la diferencia entre la opinión pública y esas ‘cualidades deseables’ de las que hablaba Maquiavelo es que la primera corresponde a un valor democrático contemporáneo, mientras que las segundas se tratan de valores morales del medioevo. Lo anterior parece señalar que la opinión pública es un discurso de legitimación, un eco distorsionado que los dominantes en las relaciones de poder disfrazan como la voz del pueblo, como la voz de dios.
Referencia Bibliográfica
BOURDIEU, Pierre (1994). La opinión pública no existe. En: Sociología y Cultura. México: Grijalbo.
MORENO, Álvaro y RAMÍREZ, José. (2003). Habitus. En: Introducción elemental a la obra de Pierre Bourdieu. Bogotá, Colombia: ILAE
NOELLE-NEUMANN, Elisabeth (1995). ¿Qué es la opinión pública? En: La espiral del silencio. Opinión pública: nuestra piel social. Barcelona, España: Edición Paidós
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