25 Sep 2010 - 10:00 pm
LAS PRIMERAS PÁGINAS DE LOS PEriódicos locales nos obligan a ver una escena horripilante: el cadáver ensangrentado, hinchado, lívido, del Mono Jojoy, quizá la más colombiana de las personificaciones del diablo, el Belcebú supremo de nuestro infierno selvático.
A las puertas de un avión Hércules, envuelto a medias en una bolsa de plástico, con el uniforme lacerado, el cuerpo inerte dispuesto en una bandeja metálica, más algunas tomas detalladas de sus pertenencias: un reloj Rolex y un fajo de billetes de 50 mil (nuestra más alta denominación) salpicados de sangre. Las fotos las envía el Comando General de las Fuerzas Militares y parecen tomadas de un cuadro del Bosco, de una escena de Dante. Hablan del último anillo de seguridad de Jojoy, pero podría ser el último círculo del infierno: excrementos, vómito, sangre y dinero.
El nombre de la operación no indica inteligencia (como Jaque), sino ira divina: Sodoma. Así está en el Génesis: “Llovió del cielo azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra, por virtud del Señor, y arrasó estas ciudades y todo el país confinante, los moradores todos y todas las verdes campiñas del territorio”. No digo que este no sea un final previsible, e incluso merecido, para el más despiadado comandante del “Secuestrariado” de las Farc, que es como el pueblo le dice a su Secretariado. A hierro ha muerto el que mucho mató a hierro. Esta vez no habrá homenajes en la bolivariana república vecina (no conviene incensar al demonio en vísperas electorales) como ocurrió después del bombardeo a Raúl Reyes. Muy pocos lloran la muerte del secuestrador más sanguinario.
Pero si bien la acción del Gobierno es justa y debida, también es triste que un país tenga que celebrar y exhibir las acciones de sangre. Estamos tan degradados que ya es el fuego y el azufre de Sodoma lo que nos complace. En vez de cubrir con un discreto velo el resultado de la venganza social, se exhibe su cuerpo para el escarnio y el repudio público. Lo que se busca, claro, es que los guerrilleros sepan el posible futuro que les espera, si no abandonan la guerra. Se busca la desbandada. Pero lo que se obtiene, también, es la imagen precisa de lo que somos: un país sangriento, muy poco civilizado, todavía en la fase más cruda de su existencia como sociedad. Repasemos: la barriga expuesta de Pablo Escobar sobre un tejado, la calavera con un orificio de Carlos Castaño, el cadáver lacerado de Raúl Reyes, la carcasa hinchada del Mono Jojoy. Tal vez sólo en el África de las masacres de Tutsis y Hutus (descuartizados a machetazo limpio) se hallen escenas más crudas que las que aquí estamos obligados a ver desde hace decenios.
Estas no son las imágenes del triunfo, sino los recuerdos diurnos que nos quedan después de haber vivido un íncubo nocturno. El jueves en la madrugada, al enterarme del bombardeo que acabó con la violenta existencia del Mono Jojoy, le escribí un correo a una ex secuestrada: “El peor de tus carceleros ya no está vivo; no es para celebrar ninguna muerte, pero Jojoy hacía mucho daño y no se merecía otro final, probablemente”. Su respuesta nos dice lo que puede sentir cualquiera de sus miles de víctimas: “Tengo escalofrío. No puedo alegrarme pero es el final de una pesadilla”. Ojalá este descenso al último círculo del infierno sea de verdad el comienzo de la salida de esta larga pesadilla. Si las Farc no se rinden, están condenadas al exterminio.
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