18 Sep 2010 - 9:51 pm
TODOS SABEMOS CUÁNDO OCURRIRÁ la legalización de la droga. Exactamente cuando la violencia de los narcotraficantes haya cruzado la frontera y se convierta en una pesadilla para la seguridad de los norteamericanos, como ocurrió con la violencia de las mafias del alcohol en los años veinte del siglo XX.
Los gangsters se tomaron las calles, desataron semanas de terror sobre New York y Chicago, corrompieron la política y la justicia, tendieron una sombra de inseguridad sobre los Estados Unidos. Sólo entonces los legisladores comprendieron que esa no era una guerra meramente policial y jurídica, que era la prohibición lo que daba su fuerza a ese negocio clandestino, y al fin les resultó evidente que el alcohol era menos peligroso que las mafias del alcohol, que un tremendo poder económico dedicado a patrocinar las empresas del crimen.
Nadie quisiera que llegue ese momento, pero todos sabemos que se va acercando. La prohibición de la droga convirtió un consumo marginal en un consumo floreciente, el censo de los consumidores no ha dejado de crecer en las últimas décadas, las fortunas de los traficantes son cada vez más colosales, una multinacional clandestina ha tendido sus tentáculos sobre el mundo, y hoy millones y millones de dólares fluyen desde las manos anónimas de los consumidores, amparados en Estados Unidos por la propia Constitución, de modo que la guerra no se libra en las calles de los países consumidores sino en los campos y los aeropuertos de los países productores, y no pasa de ser un simulacro para sosegar buenas conciencias, ya que la droga no deja de fluir, los traficantes no dejan de enriquecerse, los distribuidores no dejan de irrigar el mercado, y los consumidores no dejan de gastar fortunas en la frenética satisfacción de sus gustos.
No es mi propósito hablar aquí de las causas del consumo. Pero una sustancia no se vuelve tan popular ni produce tan enormes resultados económicos sin una red de causas digna de ser estudiada. Quizá la adicción a las drogas sea el oscuro espejo de una sociedad que autoriza y predica sin fin la satisfacción de todo deseo y sólo concibe la felicidad a través del consumo.
Las primeras víctimas de un negocio tan poderoso son sociedades como la colombiana, débiles institucionalmente, donde no es posible el enriquecimiento por las vías legales, llenas de gente emprendedora dispuesta a arriesgar la vida para acceder a una mínima satisfacción de sus necesidades, y acostumbradas a producir sólo lo que consumían las metrópolis. Desde el comienzo de nuestra historia extraíamos oro para españoles, alemanes y genoveses; perlas para los negociantes de Augsburgo y Toledo; después caoba para estos, esmeraldas para aquellos, café para los otros. Nadie vende lo que nadie compra, y en vano producirían nuestros campesinos lulos o yuca para el mercado europeo o norteamericano, donde nadie está interesado en esas cosas.
Pero países así son apenas las primeras víctimas, y su violencia no se atenúa siquiera cuando los traficantes han alcanzado el poder institucional que perseguían y tienen a la sociedad en sus manos. Ahora estamos viendo cómo los traficantes ponen en jaque a sociedades mucho más estables y con mayor poder institucional, como México.
Siendo tan distintas las condiciones de los dos países, hay quienes prestan eco a la tesis de un contagio, de una suerte de “colombianización” de la sociedad mexicana, cuando lo que ocurre es que ya las mafias están mostrando que pueden desestabilizar también a un país mucho más grande y poderoso que Colombia.
No se detendrán allí: la frontera de los Estados Unidos empieza a ser zona de guerra, y un día la violencia alcanzará el territorio norteamericano, empezando por esos estados que a veces parecen tierra de nadie, que todavía son el lejano oeste y el lejano sur, donde aún son posibles los hombres “de los duros pistoletazos que aturden el desierto”.
El poder de las mafias es insidioso como una enredadera. Avanzará con sus billetes y sus tentáculos, corromperá instituciones, complicará procesos, hará que se recuerden los poderes corruptores de hace ochenta años. Hoy nadie ignora que la parte mayor de los dineros de la droga circula por las venas del sistema financiero internacional, que la luz del escándalo sólo alcanza las últimas ramificaciones del modelo, esas ingenuas “mulas” que caen en los aeropuertos mientras los cargamentos cruzan las zonas ciegas de las grandes fronteras.
Se equivoca la secretaria de Estado Hillary Clinton. No es que México se esté “colombianizando”. Es que la violencia de la droga, que sólo se había colombianizado, ahora se está mexicanizando. Y un día veremos de qué manera se “americaniza”, para usar otra expresión posible. Entonces podremos ver cómo cambia el análisis, cómo los teóricos empiezan a hablar de la necesidad de entender el fenómeno, cómo la policía advierte que el problema excede el campo puramente policial, cómo se descubre que la droga sólo es de libre acceso cuando está prohibida, y cómo la justicia empieza a hablar de la necesidad de resolver las cosas de una manera norteamericana, es decir, pragmática.
Y el de la droga se convertirá, por fin, en un asunto de salud pública; y Time y Newsweek podrán hablar de una solución razonable, y los políticos que en nombre de la moral mantuvieron una prohibición degradante y perdida, descubrirán que el paso de la prohibición al control es lo único que puede salvar las instituciones: que la droga debe ser controlada por el Estado para que no se formen fortunas ilegales capaces de hundir en la violencia a toda la sociedad.
Pero sólo lo aceptarán cuando el monstruo haya llegado a la puerta.
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