No hay cosa más graciosa y agradable que escuchar alguna canción en otro idioma y, sin tener idea alguna de qué dice (y nosotros sí que tenemos muchos de esos ejemplos), tararearla, sin tener idea alguna de si estamos hablando de amor o de maternidad de patos. Después, cuando en algún momento se le ocurre a uno buscar la traducción en google y descubrir el verdadero significado de la canción, hasta ahí llega el encanto; hubiera querido uno seguir cantando el “wachu bochu tambó, agarra y chiki chiki chiki chiki chá” (en el caso del clásico Brasileño del Carrapicho).
Y bueno, resulta que no sólo sucede con las canciones. Desde que tengo conciencia crecí con un programa en el que un niño huérfano vivía en una “vecindad” y dormía en un barril. Este niño se relacionaba con otros niños, haciéndose maldades los unos a otros. Y creo que todos sabemos que éste niño se llama El Chavo. Pues bueno, para mí como colombiana, este programa marcó toda mi infancia, mi adolescencia y, debo confesar, hasta el día de hoy lo sigo viendo. (Sé que no soy la única).
El programa es transmitido en Colombia desde hace varias décadas y, hasta el sol de hoy lo siguen transmitiendo por cadena nacional. Pero, ¿cuál es mi punto? Pues, ahora que viví en México unos meses, resulta que ya no es lo mismo. Y digo, es gravísimo, porque uno de mis programas preferidos ahora ya no me produce risa, porque, como sucede con las canciones, el ir a ese país significó instalarme un traductor simultáneo en el cerebro con el que ya, automáticamente, entiendo todo lo que dicen en el programa.
Me explico mejor. Una vez, en México, estaba en clase y un profesor dice que tenemos que entregar un trabajo y que “el chanfle del asunto” es que aprendamos mucho. ¡EL CHANFLE DEL ASUNTO! Me sentí la Chilindrina, pero más desubicada, creo yo. Él se refería a “el propósito”, pero claro, a la mejor manera del Profesor Jirafales.
Y ni hablar de la costumbre que tienen muchos mexicanos de asentir con el dedo índice, igual que cuando el Chavo dice “Eso, eso, eso”. También es extraño pensar que a diario, en mi menú de almuerzo, tenía las famosas tortas de jamón por las que el Chavo se desvivía.
Pues sí. Resulta que el programa ya no me da risa. Y ¿por qué? Pues porque ya todo lo que escucho en él es parte de lo que en su momento fue mi contexto; y hasta me produce nostalgia. Por eso, ya no me enojo con los mexicanos. Cuando recién llegué a ese país, me parecía un insulto que a ellos no les gustara el que para mí era el mejor programa de mi niñez. Pero ahora entiendo que nosotros por mucho tiempo nos hemos reído de cosas que creíamos inventadas por "el mundo del chavo", pero que en realidad para ellos son cotidianas y comunes.
Y no es que su cotidianidad de risa. No. Sino que, tal vez, El Chavo fue la exageración de ese mundo, desconocido para nosotros, convertido en risa por alguna razón extraña.
Pero aún así, me encantaba. Y debo decir que aunque ir a México fue una experiencia increíble y maravillosa, habría querido conservar mi ignorancia idiomática. Creo que una vez más, compruebo que los ignorantes son más felices. Qué sabrosa es la felicidad plena cuando uno puede reírse sin tener idea de qué se ríe.
Ahora, ¿de qué me voy a reír en la televisión? ¿De Jota Mario bailando vallenato? ¿De la cosa política de Vicky? ¿De sábados felices? Yo solo espero perdonarme algún día por haber matado al Chavo del Ocho que vivía dentro de mí y ojalá poder revivirlo... tal vez con algún chipote chillón.
domingo, 31 de julio de 2011
Yo maté a El Chavo del 8.
Columnista Margarita Rosa Silva
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