Profesor del programa de Antropología
Universidad Icesi - Cali
Miembro del Centro de Pensamiento Raizal.
Era sábado, temprano por la mañana, Cali como de costumbre se levantaba entre las trayectorias de trabajadores, deportistas, amas de casa y uno que otro enguayabado de la noche anterior, quienes se deslizaban en los buses azules del MIO. Sin embargo, esta imagen se vio interrumpida por la algarabía de una pareja que en cuestión de minutos pasó del alegato al insulto, y de la agresión simbólica a la puñalada fulminante. De acuerdo con la versión de los testigos, la pareja se subió en la estación de Chiminangos, se sentaron en el segundo puesto detrás del conductor. Luego en la estación de Manzanares, en la Carrera Primera con Calle 38, en medio de una acalorada discusión, el hombre saco su navaja e hirió de muerte a la mujer en el cuello.
Según el periodico el País, en Cali las cifras fatales se han disparado durante las últimas semanas. Los casos se presentan en un número alarmante por medio de heterogéneas metodologías de la muerte. No son solo las vendettas o ajustes de cuentas entre bandas. La violencia se ha venido manifestando en múltiples aspectos de la vida caleña, desde peleas entre grupos de estudiantes pertenecientes a colegios diferentes, hasta la agresión directa entre parejas, hermanos, padres e hijos. ¿Cómo podemos entender esta emergencia de la violencia? ¿Cuáles son los umbrales de agresión que una sociedad puede soportar? ¿Dónde se origina esta elección sistemática por la fuerza? Quizás en la medida que comprendamos mejor algunas de estas preguntas, podamos plantearnos soluciones que no apelen a la fuerza misma, vestida de represión, para controlar el fuego con más fuego.
Un primer paso en este sentido sería establecer ¿qué tienen en común los conflictos que son capaces de desencadenar la violencia entre seres humanos? Recordemos algunas palabras de aquel erudito asesino de ficción el Dr. Haniball Lecter: Codiciamos lo que vemos todos los días. Es la vista la que busca y localiza las cosas que queremos, que nos gustan y que deseamos. Y de esa contemplación también surgen las situaciones más trágicas: lo del diario es el cultivo de las pasiones criminales. Este memorable dialogo del "Silencio de los Inocentes", es un primer indicio que se ajusta perfectamente con el concepto de deseo mimético planteado por René Girard, un famoso antropólogo de la violencia y de las religiones. El deseo mimético se manifiesta como una disposición continua de los seres humanos a imitarse recíprocamente, y en esta práctica es inevitable la imitación del deseo de otro, para copiarlo y apropiárselo. Al intensificarse, el deseo mimético se convierte en obsesión recíproca para los rivales, y detona situaciones de conflicto que pueden llegar a resolverse por medio de la violencia.
Desde este punto de vista podemos plantearnos que la violencia puede desatarse a dos niveles: i) entre grupos excluyentes o con los cuales los límites de la socialización son mas distantes, nivel donde podríamos ubicar los ámbitos tradicionales del conflicto armado colombiano (entre clases sociales) o el de las bandas criminales (inter-grupales); y ii) entre los semejantes que comparten un mismo grupo de convivencia (jóvenes contra jóvenes, alumnos contra alumnos, hermanos entre hermanos). Es a este último nivel al que pertenecen los conflictos que atentan contra las instituciones y las convenciones sociales que nos parecen intocables como la familia o el matrimonio, y en los que este texto se enfoca.
¿Cómo nace este deseo que carcome por dentro, impulsándonos a devastar aquello que vivimos como sagrado? Para otro famoso antropólogo, Gregory Bateson, las relaciones violentas y conflictivas entre semejantes están atadas a problemas de incomprensión en la comunicación, y en la enunciación de mensajes contradictorios. Cuando en una relación asimétrica como la que puede existir entre padres e hijos, el padre le dice a su hijo: se como yo, tómame como modelo, imítame; pero al mismo tiempo le dice: no te conviertas en mi rival, por lo tanto no me imites! es evidente que surge una contradicción. Por lo tanto en caso de imitación, necesariamente se producirá un conflicto violento producido por la rivalidad. Para Bateson el tema de los dobles antagonistas que dirimen su conflicto en la intimidad y en una dependencia creciente, constituyen el primer paso hacia la rivalidad pública y violenta. Víctima y victimario están indisolublemente atados por un doble vinculo: el verdugo depende de la mirada de la víctima para reconocer en ella su incompletud, y la víctima -queriendo poseer la invulnerabilidad del verdugo- se acerca demasiado, tanto, que se expone al maltrato y al abuso prepotente.
La anterior es una de las múltiples superficies en las que este conflicto entre semejantes puede emerger. Sin embargo, otra superficie de emergencia que puede ser mas apropiada para el contexto caleño, es la sugestiva metáfora del chivo expiatorio. Rene Girard nos propone una lectura en la que el conflicto en tanto ritual es una solución frente a las tensiones colectivas. Para este autor a pesar que juego y ritual son términos antropológicos, su carácter simbólico no les impide ser catalizadores por excelencia de la violencia, así que lo simbólico es violento también. Los grupos humanos ocultan su miedo a auto-destruirse en una rivalidad sin fin (la venganza, una vez desatada no tiene más fin que la destrucción), para tal fin evacuan la violencia de todos contra todos, en un todos contra uno. El chivo expiatorio es la típica consecuencia de las asimetrías sociales conflictivas, es el fenómeno de los linchamientos y las agresiones a un arbitro de fútbol.
En el caso caleño los conflictos entre grupos marginalizados y excluidos socialmente, pueden ser contemplados como un desplazamiento del deseo mimético, y de la violencia sufrida a manos del sistema por cada uno de ellos. La violencia ejercida por un sistema de clases sociales sin oportunidades de ascenso social fomenta el auto-odio (por frustración, incompetencia, fracaso familiar, escolar). Dicho odio es mecánicamente dirigido hacia la víctima más cercana y accesible. Así la rabia del deseo frustrado que debería ser dirigida directamente hacia el sistema que les oprime (conflicto inter-grupal), es proyectada en su lugar hacia los miembros de la misma clase, grupo o casta social. En opinión de Angel Barahona, experto en antropología de la violencia, la progresión del deseo del otro en las comunidades oprimidas, o en los grupos de jóvenes, a menudo procede de una mediación externa (querer ser como), pasando por una mediación interna (querer conquistar al rival), hacia el escándalo que produce el rival en el sujeto (querer destruir al rival). Por lo tanto, la progresión conduce del deseo, a la envidia, al odio, que se transforma en auto-odio, para finalizar en el acto de rabia o furia. La espiral exponencial que se desata en la violencia entre pares puede acabar con la muerte del rival en tanto chivo expiatorio de una situación de marginación colectiva.
Para finalizar, quisiera retomar a Barahona, en la medida que este autor nos previene sobre la dificultad de identificar una situación de chivo expiatorio: el chivo-expiación nunca es tal cuando nosotros estamos involucrados. Por lo tanto la violencia esta mucho más cerca de lo que nos gusta admitir, no en tanto víctimas (lugar recurrente de la mayoría de análisis), sino en un lugar más oscuro y difícil de reconocer, nosotros en tanto verdugos. No solo recurre al ritual violento el apócrifo asesino de su pareja en el MIO. Abajo de la noticia del asesinato del MIO, en los comentarios de los cybernautas es posible leer frases como: “PLOMOOOOOOO CON ESA ESCORIA SOLO PLOMO”, o “AQUI LO QUE HACE FALTA ES UNA BUENA BANDA DE LIMPIEZA SOCIAL”.
Nuestra cultura nacional se ha venido acostumbrando a encontrar un chivo expiatorio (una víctima propiciatoria de la violencia) sobre la cual la multitud (los rivales unidos por el miedo a la auto-destrucción) pueden hacer una transferencia de violencia de sus propias rivalidades. Si el chivo expiatorio es asesinado, por medio de una segunda transferencia la víctima salva a la sociedad absorbiendo su violencia, canalizando la catarsis purificadora. Lo que la antropología nos enseña por medio de la metáfora del chivo expiatorio, es que bien sea en una relación en la que los fuertes descargan sobre los débiles, o en aquellas en las que las víctimas se rebelan, en ambos casos estamos frente a la activación de un mecanismo de violencia escalar, el cual de no ser sujeto a mediación-negociación, indefectiblemente comportará sacrificios de víctimas inocentes.
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